EXPEDIENTE Nº33
No sé si será por mi falta de experiencia o porque aún conservo la capacidad de asombrarme fácilmente, pero, sin lugar a dudas me atrevo a afirmar que Fernando S. es el paciente mas “extraño” que he tratado en los diez años que llevo ejerciendo la psicología.
Llegó a mí de la manera más habitual, ya saben, llamó por teléfono y mi secretaria (que lleva bata blanca, luego les diré porqué) le concretó un día y una hora para que se pasara por mi consulta, y efectivamente así lo hizo en su momento. El día estipulado y a la hora concertada lo tenía allí sentado enfrente de mí, con la espalda apoyada totalmente sobre el respaldo de la silla, su impoluta camisa de cuadros abrochada hasta el último botón y su recién planchado pantalón vaquero; remataba su inmaculada figura unos brillantísimos zapatos negros y una raya en su peinado que parecía hecha con escuadra y cartabón.
Iniciamos la consulta como siempre hacemos con los nuevos pacientes, mi secretaria libreta en mano, empezó a hacer las preguntas de rigor para nuestros expedientes.
-¿Me dice su nombre completo por favor, nombre y apellidos?-. Preguntó mientras pulsaba el botoncito de la parte superior de su bolígrafo para poder empezar a escribir a la vez que él, titubeante y un poco nervioso se dirigió a ella.
-Eh...Fernando, Fernando Sarmiento.- Dirigió a mi secretaria y a mí una mirada con un gesto que hasta un besugo podría haberse mofado de él, se incorporó en la silla, se acercó a nosotros y con gesto descompuesto nos gritó:
-¡Fernando Sarmiento!, ¡Sarmiento! ¡el que fuera a cagar y se lo llevó el viento! ¡JA, JA, JA, JA…!.- Reía compulsivamente con una sonoridad estridente y fue en ese momento cuando pensé por primera vez lo que todos los psicólogos pensamos pero que nunca decimos a nuestros pacientes, que aquel tipo que tenía delante de mí estaba como una jodida regadera, y debió de notarlo porque su semblante pasó del histerismo exacerbado al de sonrojo de una forma radical.
Carraspeé un poco, tragué algo de saliva y exhibiendo mi mejor sonrisa me dirigí a el preguntándole:
-Bueno Fernando, dígame, ¿que le ha motivado venir a mi consulta?-. Le dije mientras le hacía gestos a mi secretaria para que se retirara.
-Pues porque creo que estoy loco-. Me dijo.
-¡Oh Fernando!.-dije mientras movía mi cabeza con un vaivén horizontal queriendo demostrar mi desacuerdo con aquella expresión.-“Loco” es una etiqueta que la sociedad impone a aquellos que no se ajustan al mo…-. No me dejó acabar la frase.
-¡Déjese de cuentos Mariano! (yo me llamo Esteban), hable conmigo durante una hora y después dígame si estoy loco o no.
-Mire Fernando…- Dije en un tono de voz bastante paternal. –Para dejar de estar loco lo primero es empezar a no considerarse un loco, ¿no cree?.
-¡Vaya! Creo que nunca había pensado en esa… esa cosa, ya sabe, no considerarme un loco y eso, esta bien doctor-.
-No me llame doctor, no lo soy (es curioso, los psicólogos tratamos a las personas de “pacientes” porque están enfermas pero ellos no se dan cuenta de que no podríamos curarle una herida ni a un hámster porque no somos médicos, pero aún así hago que mi secretaria use una bata blanca en la consulta para dar “ambiente de consulta medica”).
–Solo llámeme Esteban.
- Esteban-.
- Eso es, Esteban-. Afirmé.
- Esteban-. Volvió a repetir.
- Exacto-. Volví a afirmar temiendo que aquel dialogo de besugos no acabara nunca.